El estreno de una película de animación sobre esta primera obra de Kapuscinski me animó a su lectura antes de ir a verla al cine. Ya leí en su momento Ébano, y quedé seducido tanto por su visión de África llena de amor a su gente, pero también pragmática y escéptica, con los pies en la tierra.
En este caso, Kapuscinski es testigo excepcional, por decisión propia, de los últimos días coloniales de Angola. Con el país en plena guerra civil, el día de proclamación de la independencia, el 11 de noviembre de 1975, el conflicto escalará a una dimensión internacional con la participación de Sudáfrica y Cuba, sumiendo al país aún más en el caos.
Su prosa es rápida, fresca, de frases cortas y concisas y llena de verbos y apreciaciones personales; la experiencia que se cuenta es tan directa y acuciante que Kapuscinski no tiene reparos en ser radicalmente subjetivo y, por ello, brutalmente honesto. El lector está allí, al lado del periodista, compartiendo sus percepciones externas, pero también sus mismas emociones. Es una trampa sutil en la que uno cae sin apenas darse cuenta: esto no es periodismo, es crónica de una vivencia, tiene un protagonista, y sumergirse con él en su historia tiene un coste: ver la realidad a través de su propio prisma. El autor sabe jugar con las reglas de la literatura y el periodismo, haciendo que ambos géneros sean permeables y formen un relato vívido e atrayente para el lector.
Qué pena que Ryszard no pudiera seguir por allí un tiempo más para conocer de verdad en terreno qué estaba pasando.
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