Tengo la foto de Edward Snowden en el grupo de Signal de los amigos más frikis: es como las estampitas de santos a las que recurrían las señoras mayores para orientar sus rezos según la situación. En mi caso, sirve para recordarme que estamos constantemente vigilados, que el Panóptico ya existe y funciona perfectamente y a escala global, sin necesidad de cárcel ni carcelero, como lo ideó Bentham. Intento evangelizar sobre las consecuencias de esto, y cómo protegernos, entre mis grupos de amigos, aunque con escaso éxito. Lograr que los más técnicos se animaran a comunicarse por Signal en vez de Whatsapp fue ya todo un éxito, pero es más simbólico que eficaz porque todos seguimos en los grupos de las redes sociales de siempre.
Snowden intenta explicarnos por qué hizo lo que hizo contando su historia desde el principio, desde el niño que prefería los ordenadores a la escuela, los deportes o los juguetes, al adolescente desorientado que se alista en el ejército. Nos cuenta cómo fue su crianza en su familia, los que le rodeaban, cómo fue una persona aislada hasta que encontró a su compañera, cómo empezó a trabajar para el gobierno gracias a las credenciales de su familia y a un recorrido sin tacha. La historia es coherente, la narración es interesante y equilibrada, una cosa lleva a la otra, hasta llegar al Snowden que hizo salta la banca de la inteligencia norteamericana espiando a sus propios ciudadanos.
Intentaré seguir todo lo informado que pueda sobre cómo nos vigilan a través de los medios técnicos que empleamos para comunicarnos. Pero, además, ahora tenemos otra amenaza que va más allá de lo que Snowden puedo ver funcionando: la Inteligencia Artificial. No sólo la vigilancia y manipulación pueden ser más profundas que nunca, sino que además pueden irse fuera de control sin que los propios dueños de los algoritmos puedan ni siquiera percatarse de ello. Vivimos tiempos interesantes en los que decir la verdad ya es un acto revolucionario, como dijo Orwell, como ha sido así siempre.
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